jueves, 14 de julio de 2011

Jorge Tume en El autor bajo la lupa


Queridos amigos:



Los invitamos a participar, el sábado 23 de julio, en la cuarta fecha del ciclo de tertulias El autor bajo la lupa. En esta oportunidad Jorge Tume someterá al criterio de los participantes los relatos que ponemos a continuación. Léanlos con esmero y preparen sus comentarios para que esa noche, como las anteriores, todo resulte entretenido. Los esperamos con los "vasos" abiertos.



SEPARADOS POR UN FUSIL


Eran cerca de las cuatro de la madrugada, cuando la anciana sintió pasos apurados. Un presagio, como de muerte, se apoderó de su alma. Aguzó el oído, dejando de lado las oraciones por el hijo ausente y el esposo fallecido.


Unos toscos golpes de puerta interrumpieron la serenidad de aquella fría madrugada. El temor, a manera de cuchillada, hizo doler los huesos de la anciana. Algo grave presentía su corazón de madre. ¿Quién podría ser a esa hora? Quiso mirar por la ventana pero la voz de su hijo Douglas preguntando “¿quién es?” la detuvieron. “Abre, Douglas”, escuchó una voz que le pareció familiar. La tranquilidad volvió a su cuerpo, aunque no lograba descubrir exactamente a quién pertenecía esa expresión bronca y resuelta.


La puerta se abrió y percibió diferentes pisadas, por lo que intuyó que eran varios los visitantes. A lo lejos se escuchaban, a intervalos, los cantos de los pocos gallos del barrio y uno que otro ladrido a modo de respuesta. Nadie saludó como es debido.


─¿Qué deseas? ─escuchó la voz grave y molesta de su hijo.


─Compañero Douglas, vengo a informarle la decisión de la Dirección Nacional del Partido...


─Al grano, al grano, no me hagas perder el tiempo. Ahórrate las introducciones, conmigo.


─Bueno, tú sabes que el congreso de unidad ha acordado que el partido tomará las armas para conquistar el poder, siguiendo el ejemplo de Túpac Amaru, del Ché, de...


─A mí no vengas con peroratas, Carlos, al grano.


Al escuchar ese nombre, la viejecita se llevó la mano al corazón con intensa conmoción.


─Yo no me llamo Carlos, soy Ernesto… entonces te lo diré rápido. El partido…


─¿Cuál partido? ─interrumpió enérgicamente, Douglas ─, el partido es uno solo, no ese grupúsculo que ustedes quieren conducir al matadero.


Los acompañantes de Carlos que se habían mantenido de pie, alertas, sin ningún tipo de protagonismo, rastrillaron sus AKM. El aullido, más que ladrido, de un perro, otorgó un aire siniestro a la madrugada.


─A mí no me vienen a asustar con sus fierros, ¿creen que por estar armados son más revolucionarios?


─Nosotros estamos llevando la teoría a la práctica, no como ustedes que siempre pregonaron la revolución y ahora que ha llegado el momento se orinan de miedo.


─Las condiciones subjetivas no están dadas para tomar las armas. El pueblo no está preparado…


─No trates de justificar tu cobardía. Me haces recordar a los que traficaron con eso de que “el poder nace del fusil” y ahora tiemblan debajo de sus camas. Pero no he venido a discutir, lo que vengo a decirte es que a partir de ahora dejas de ser el secretario general y no necesitas entregarnos las llaves porque ya hemos tomado el local. No tienes derecho a usar el nombre del partido, de lo contrario tomaremos medidas.


─¿Y con qué derecho han tomado esa determinación, miserables? ¿Ha sido, acaso, un acuerdo de los responsables de las bases?


Un nuevo rastrillar de armas tensó más el ambiente.


─El poder no lo vamos a tomar con discursos. La consigna del pueblo es patria o muerte.


─¿Y se puede saber quién es el nuevo secretario general?


─Yo… ¿algún problema? ─respondió el visitante, amenazador.


─¿Tú, Carlos? ¿Tú que siempre despreciaste los cargos y exigiste que yo asuma la secretaría general? ¿Tú que siempre me demostraste admiración? ¿Eso haces después que yo te llevé al Partido? ¿Dónde quedó la hermandad? Increíble. No puede ser… ─la voz de Douglas parecía ahogar un nudo en la garganta.


─Mantenga su distancia compañero y déjese de sentimentalismos, que no sirven para nada.


─Inmediatamente llamaré a los dirigentes de base para tomar una determinación. Y retírense inmediatamente. Nunca más serás bienvenido a esta casa, Carlos.


─Si lo haces sufrirás las consecuencias ─amenazó el jefe de los armados, inconmovible.


─¿Ah, sí? ¿Y qué me van a hacer?


─Sólo te digo que estaremos vigilando y ante cualquier situación que frene el avance de la lucha armada, el Partido tomará drásticas medidas. Los enemigos de la revolución pagan con su vida ─Carlos se pasó el índice por el cuello.


─Miserable, si algo me pasa, tu familia pagará. No soy imbécil. Tenemos nuestra seguridad. Los compañeros ya están avisados que si algo me sucede deben proceder con tu familia, tienen la dirección, los itinerarios, la orden de liquidarlos. Y ahora ─se abrió paso entre los armados hacia la puerta─ ¡fuera… fueeeeera, miserables!


Un fuerte impacto, como un balazo, los hizo sobresaltar. Los hombres de casaca negra se pusieron en posición de tiro.


La viejecita, a quien se le hizo imposible aguantar el dolor que la aquejaba, había ingresado a la sala secándose las lágrimas y hecho estallar el látigo sobre una vieja mesa. No se acobardó al ver a los hombres armados. Carlos y Douglas quedaron pasmados por la irrupción.


─¿Qué se han creído ustedes? Bajen sus armas, groseros, que no están ante una asesina ─casi gritó la señora y Carlos hizo un ademán con la cabeza para que los de casaca negra bajaran las armas.


─¡Arrodíllense!… ─Douglas y Carlos se miraron con recelo en segundos que parecieron eternos.


─¿No me han escuchado? ¡Arrodíllense he dicho! ─la viejecita blandió su látigo, amenazante.


Ante la fiera decisión, Douglas y Carlos se arrodillaron. La viejecita empezó a descargar violentos latigazos sobre sus espaldas, al tiempo que les gritaba: “una ideología no puede separarlos; no puede destruir sus vidas. Los latigazos hicieron que sus cuerpos se ovillen, pero ninguno de ellos emitía quejido alguno o palabra de dolor. “Tantos años desvelándome para hacerlos hombres de bien y miren cómo han terminado. Carlos, ¿acaso esa sangre que corre por tus venas no es la misma de Douglas?”.


Un último latigazo se ahogó en la misma mesa, mientras veían a la viejecita perderse en el fondo de la casa.






DIRIGENTE MÁXIMO



Solo quise acercarme a ti, hablarte, darte un abrazo, pero tu reacción me dejó frio. A pesar de tu rostro desencajado, de tu sorpresa mal disimulada, sé que fuiste tú, porque esos ojos son inútiles para el embuste.


Y pensar que había perdido las esperanzas de volverte a ver en las veredas de este mundo. Cuando indagué por tu rastro, me dijeron que había desaparecido; algunos te hacían por Venezuela, otros te imaginaban bajo tierra, pensando que tu pasado no era una garantía para seguir existiendo. A estas alturas de mi vida yo no quiero pensar igual; quiero recordarte como el gran amigo que fuiste (o que por tanto tiempo fingiste ser); como el más aguerrido luchador al momento de enfrentar a la policía en nuestras huelgas y paros, como la vez aquella que caímos presos en el histórico paro del 19 de julio, con bombas molotov en nuestras manos, y salimos a las dos horas por acción de la masa que reclamó por nosotros frente a la Prefectura de Piura; o como la vez que te rompieron la frente con una bomba lacrimógena y corrías bañado en sangre, sin expresar ningún sufrimiento, y encima te diste maña para recuperar la banderola que había caído en manos de la policía. Con ese arrojo nadie dudaba de tu férrea ideología izquierdista. Quienes éramos tus camaradas nos felicitábamos por haberte integrado a la dirigencia del partido. Te lo ganaste a punta de rigurosa preparación teórica y acción arriesgada. Las pintas, los volanteos, la quema de llantas eran para ti, juegos infantiles.


Recuerdo cuando te captamos siendo un radical estudiante universitario. Tuvimos hasta cinco reuniones previas a tu decisión de integrarte a nuestra organización política. Tu respuesta era recurrente: “voy a evaluarlo”. Nosotros no dábamos nuestro brazo a torcer porque sabíamos que con un buen luchador como tú, aseguraríamos nuestra expansión en la universidad. No sabes la alegría que sentimos cuando decidiste entrar al partido. “Han captado un cuadrazo”, nos dijo el responsable de la célula. Al principio rechazabas los cargos dirigenciales por considerarte un hombre de base, “un humilde obrero del cambio social”. Y, aunque no eras dirigente, te considerábamos tal porque asumías el liderazgo en las misiones más arriesgadas. Los camaradas dirigentes tomaban muy en cuenta tu opinión en temas espinosos y decisiones trascendentales. Cuando discutíamos la posibilidad de embarcarnos en la lucha armada, tú defendías febrilmente esta vía para resolver los problemas del pueblo. “La historia lo demuestra, sin luchas no hay victorias”, era tu frase preferida. Muchos decidieron dejar los discursos para pasar a la acción. La lucha armada ya no era una ilusión y tuvimos que asumirla. A partir de ahí la represión fue más implacable con nosotros. Aunque seguíamos apareciendo públicamente, la repre sabía perfectamente que estábamos metidos en la guerrilla. Pasó mucho tiempo para que seas elegido mando militar en nuestra zona, responsabilidad muy difícil de alcanzar. No cualquiera podía ser miembro de la dirección. Para serlo se tenía que pasar por diversas pruebas de fuego. Tú sabes que, por cuestiones de seguridad, los dirigentes eran los únicos que tenían acceso a la jefatura político-militar que operaba en la clandestinidad. Se tomó esta radical decisión, pues de la noche a la mañana empezaron a caer algunos dirigentes importantes, como la vez en que desaparecieron al camarada Alarcón. Nadie sabe cómo dieron con él, pues solo nosotros sabíamos que llegaría a la escuela de formación en aquel recóndito caserío de Sullana. Cuando venía en el auto del partido, camuflado con bigotes y peluca blanca, lo cerraron tres vehículos blindados, no dieron tiempo a que la seguridad del compañero use sus armas, lo encañonaron y se lo llevaron con rumbo desconocido. Nunca más lo volvimos a ver. Quedó claro que el ejército lo desapareció. O cuando allanaron aquella casa ubicada disimuladamente en una zona residencial. ¿Quién iba a sospechar que en medio de gente pituca se escondían las armas y las municiones? Todas las situaciones sospechosas que venían ocurriendo nos obligaron a redoblar la seguridad.


Fue en la época que ya nos habíamos convertido en hermanos más que en camaradas. Ibas a mi casa, te quedabas a dormir en ella y mis hijos te decían tío. Recuerdo nuestras interminables discusiones en torno a una mesa atestada de cervezas que, aún cuando iba en contra de nuestros principios y seguridad, las hacíamos para reafirmar nuestra gran amistad. Esa amistad a prueba de balas que me la demostraste cuando asaltamos el Banco de Crédito para comprar medicina y enviárselo a los camaradas que estaban en el monte. (Aunque en realidad era para probar nuestro temple). Aquella vez todo estaba saliendo a la perfección y cuando ya estábamos ganando la calle, tropecé con la berma y caí de bruces, lo que fue bien aprovechado por la seguridad del Banco, que me encajó un balazo en la pierna. Tú no dudaste en regresar, tomarme del brazo y arrastrarme mientras con la otra mano disparabas. Arriesgaste el pellejo por mí y eso es difícil de olvidar.


Todavía recuerdo la última vez que conversamos. A veces no quisiera acordarme porque se enfrentan en mí sentimientos que estropean mi lucidez. Ese día fue uno de los más aciagos de mi existencia. Me citaste al pequeño restaurante que estaba frente al hospital regional de Piura. Desde un principio me pareció raro, pues nunca habíamos ido a aquel lugar. La forma de la citación también me pareció sospechosa: mientras yo conversaba con César en el local de la Federación, pasaste presuroso y dejaste un papelito en el bolsillo de mi camisa. Al leerlo, una línea de fuego recorrió mi espinazo.


Te encontré bebiendo gaseosa en aquel discreto restaurante. Me sorprendí de ver en tu rostro un terrible abatimiento; era como si todas las fuerzas, el entusiasmo y el esplendor de siempre, te hubieran abandonado. Te pusiste de pie, me diste un apretón de manos y un abrazo que duró más de lo que acostumbraba durar. Hablamos cosas sin importancia, pero en todo momento te sentía raro. No tuve el valor para preguntarte por tu estado, ni siquiera para indagar el motivo de la cita. Un inexplicable miedo se había apoderado de mí y decidí dejar que la conversación siguiera su curso. Luego de media hora de charla, ya más animado, quise arrancar con mis infaltables bromas, pero todas caían en el barranco de tu indiferencia. Con las justas sonreías y tu sonrisa era como lucero apagado. Luego empecé con el tema que otrora nos apasionaba: la lucha popular. Cuando empecé a contarte que el paro campesino del 24 de junio iba a ser un éxito, pues ya habían asegurado su participación todas las cooperativas agrarias, me miraste, hiciste un ademán para que me callara y soltaste la bomba: “Julio, apártate del partido, vete a otro país”. Un silencio como de muerte sobrevino a tus palabras. “Yo te puedo conseguir la salida”, rompiste el silencio. Ante mis desorbitados ojos, tú seguiste con tu perorata. “Te van a matar”. Palidecí, no por miedo (sabíamos de antemano que marchábamos al filo de la navaja), sino por el trasmisor de la noticia. “No te alarmes”, me dijiste. “Pero ¿quién me va a matar?”, te conminé a dar una explicación. “Ya te tienen recontra chequeado, saben de tus rutas, de la dirección de tu casa, del lugar donde dejas tu moto”. “Eso ya lo sabemos”, te solté para infundirme valor. “Claro, pero esta vez es inminente, la orden ya está dada para que el pelotón de aniquilamiento proceda. El que va a dirigir el operativo es un capitán de apellido Soler, vive en la villa militar, su Volkswagen rojo está a la entrada del edificio. Si quieres vuélalo”. No creas que porque éramos camaradas comprometidos nuestras entrañas eran de acero. También sentíamos el odioso miedo transitar por nuestra alma. Y esa tarde sentí algo que no había sentido nunca. Tú sabes que en ese tiempo morir en combate era un honor: pasábamos a aumentar la lista de los héroes del pueblo. Pero esta vez fue diferente. Agaché la mirada y me sacaste de mis pensamientos: “todavía estás a tiempo, hermano, haz lo que te digo, huye por Tumbes”.


Repuesto del susto inquirí: “¿Y cómo sabes todo esto?”. Esa fue la pregunta que nunca debí hacer. Debí contentarme con tu muestra de hermandad. Y es que el dolor más grande de mi vida, superior a las torturas de los verdugos, lo sentí cuando me miraste con tus ojos tristes y me lo contaste todo: “soy un agente del servicio de inteligencia del ejército”.


Mi compromiso militante de aquellos años no me permitió visualizar lo positivo de tu proceder, o en todo caso no me dio tiempo de pensar, pues me paré violentamente, te agarré de las solapas, te lancé un par de lisuras y esa amenaza que ahora me pesa: “traidor, soplón, voy a avisar a los compañeros para que te aniquilen”. No supe agradecer tu insólito gesto que permitió esconderme un tiempo, desaparecer la moto y volver cuando la situación estaba más calmada. Mi cerebro se obnubiló especulando que tu soplonería había permitido la captura o desaparición de los camaradas.


Lo que no te imaginas es que recién llevo media hora respirando este aire limeño. Acabo de salir de la cárcel donde pasé quince años de mi vida. Por eso me duele que me hayas dejado parado en esta bulliciosa calle. Cuando te vi, impecable, con tu corbata guinda, tu camisa blanca, un maletín negro de ejecutivo, junto a esos gringos que predican otros mundos, solo quise decirte que el tiempo cura las heridas. Cuando nuestras miradas se cruzaron y emocionado pronuncié tu nombre, hiciste un gesto de extrañeza, como diciendo “te has confundido”, y apuraste el paso. Eras tú. Para otra vez será.


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