lunes, 28 de noviembre de 2011

LEER PUEDE SER DAÑINO PARA LA SALUD


Letreros en un conocido chifa de la calle Grau, en el centro de Trujillo


Por Alberto Alarcón

bienvenido53@hotmail.com

Hace unos años entrevisté al famoso patólogo peruano Uriel García para una revista limeña. De sus varios comentarios, recuerdo uno particularmente interesante: la tuberculosis es una enfermedad que no se cura de manera individual sino socialmente, es decir creando fuentes de trabajo y buenas condiciones de salubridad. «El enfermo –me dijo– puede someterse a un tratamiento, pero si carece de alimentación y habitación adecuadas volverá a enfermarse».

Hablar y escribir bien son también competencias de carácter social, no individuales. En su logro intervienen fundamentalmente la familia, la sociedad y la escuela. Suponer que en esta última recae todo el peso del problema es un gravísimo error. Los libros, los diarios, las revistas, la televisión, los avisos publicitarios, y todo tipo de mensaje destinado a la comunicación colectiva, deben hacer uso correcto del lenguaje. Por el llamado Principio de Modelamiento (elemental en el aprendizaje) las personas convertimos en modelos de escritura o dicción las palabras que leemos o escuchamos.

Así como las autoridades ediles están obligadas por ley a supervisar las condiciones de salubridad en los lugares donde se expende alimentos, deberían estar obligadas también a ejercer un «control de calidad idiomática», por lo menos sobre los letreros públicos, que además de originar polución visual suelen ser verdaderos esperpentos de redacción. Salvo honrosas excepciones, las farmacias, los hospitales, las tiendas, las oficinas públicas y privadas están plagados de avisos y textos «informativos» pésimamente escritos. Ni qué decir de los gruesos errores que se cometen a diario en los periódicos y la televisión. La gripe porcina del mal hablar y el mal escribir flota por todas partes.

La solución de este problema nos compromete a todos. Hablar y escribir bien no es sólo responsabilidad del profesor de lengua o de «comunicación» como se dice ahora. Es, repito, una responsabilidad social, incluso de los profesores de matemáticas, de los científicos y de los ingenieros, a muchos de los cuales he oído decir alegremente: «eso de la gramática no nos incumbe». El lenguaje es acaso lo único que nos diferencia de los animales; gracias a él podemos operar en la realidad, interrelacionar con los otros, acumular experiencias, cuestionar, imaginar, y crecer como individuos y como especie. ¿Cómo, pues, maltratar este don o menospreciarlo? ¿Por qué no protegerlo como hacemos con los delfines, el agua o los bosques?

Hace poco, un grupo paramédico instalado en la plazuela El Recreo anunciaba el tratamiento, entre otras enfermedades, de la «hipertencion». En el hospital Lazarte me encontré con un cartel en el que se invitaba «a los recién nacidos» a unas charlas sobre lactancia materna. En una florería, la vendedora me sugirió adquirir unas flores de tela arguyendo que eran «aparecidas» a las naturales. Por todas partes se necesita «jóvenes de ambos sexos» y «señoritas para ventas con experiencia». Un ginecólogo ha colgado en la puerta de su «consultorio» (llamémoslo así) un letrero que reza: «Atrazo mestrual». Y el colmo: las universidades y los colegios públicos y privados pintan en sus muros o cuelgan en sus recintos letreros donde ni siquiera respetan la tildación de sus propios nombres. Hay incluso un colegio llamado Salazar Bondy, pero no se sabe a qué Salazar Bondy se refiere, si al filósofo Augusto, al poeta Sebastián, a otro de sus hermanos o a la familia entera. Que yo sepa, los apellidos de una familia no son epónimos.

Si sale usted fuera de casa con sus niños... tenga cuidado: leer puede ser dañino para su salud.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Casa Nuestra Editores acepta todo tipo de comentarios, con excepción de aquellos que trasgredan el respeto y el buen trato entre las personas.