sábado, 3 de diciembre de 2011

Hombres de mazmorras / Sobre el cuidado de edición


Por Jorge Coaguila

«Oye, Pescadito, no te olvides de colocar la leyenda», rezaba un texto al lado de la foto de portada de un diario ya desaparecido. En otro periódico importante se leía en letras grandes: «Falta titular». Descuidos de este tipo hay muchos en la edición de textos. Para subsanar estos traspiés, existen los correctores.

En Los últimos días de La Prensa (1996), de Jaime Bayly, novela que cuenta la decadencia de un diario limeño, se reproduce un titular: «Presidente Reagan salió de la clínica apoyado en dos mulatas». ¡Eran «dos muletas» y no «dos mulatas»!

La informática ayuda mucho: cuando digitamos mal alguna palabra la computadora lo repara o, en el peor de los casos, lo señala. También es cierto que a veces empeora el asunto. Por ejemplo, si escribo mi apellido, la máquina me lo transforma a «Coahuila».

Por lo general, los correctores son egresados de Literatura y Periodismo, pero hay estupendos profesionales en este oficio que estudiaron Medicina, Cooperativismo, etcétera. Algunos son autodidactos. Total, nadie tiene título de corrector expedido por una universidad, al menos en el Perú. Pero, de seguro, esta situación cambiará. Hace mucho tiempo es necesaria una escuela de Corrección.

Mi amigo el profesor César Ferreira me comentó que una vez le llegó una invitación que decía «No es grato invitarlo a usted a la inauguración...». Evidentemente se trataba de un error: «Nos es grato invitarlo...».

Un colega corrector me enumeró, cierta vez, a quiénes había trabajado. Mi sorpresa fue mayúscula: citó a algunos renombrados periodistas, investigadores y novelistas a quienes –según infidencia de mi colega– tuvo que «reescribirles» párrafos enteros. «Los hago famosos», dijo con cierto orgullo, «y a veces obtienen jugosos premios». Agrega que, así como existen los negros literarios, aquellos que le escriben un libro a una persona de renombre, los correctores también estamos para hacer el trabajo «oscuro». Hay que subrayar que algunos autores tienen brillantes ideas, pero no saben expresarse correctamente.

«Aquí te tengo un libro de 300 páginas. Lo necesito de aquí a tres días», dicen algunos como si corregir fuera comprar papas en un mercado. Es cierto que un diario se arma en pocas horas, pero ahí existe –al menos así debe ser– un pelotón de correctores. A veces el 80 por ciento de la edición del periódico cambia a pocas horas del cierre debido a un acontecimiento trascendental. En ese caso, el trabajo anterior se va al tacho.

En el cuento «García Márquez y yo» (1994), del libro Muñequita linda (2000), de Jorge Ninapayta de la Rosa, texto que mereció el Premio El Cuento de las 1.000 Palabras, el narrador dice: «La corrección de textos es un oficio mal reconocido. Y no es una tarea fácil, aunque muchos la consideren una ocupación ancilar y de poco fuste. En este trabajo hay que dominar no solo la ortografía, la gramática, la sinonimia, también el ritmo y la cadencia de las frases. Muchas veces, incluso, hay que adivinar lo que el autor quiso decir».

Los correctores llevan la Ortografía de la lengua española (1999), el Diccionario de la lengua española (2001) y el Diccionario panhispánico de dudas (2005), libros elaborados por la Real Academia Española, disponibles también en versión digital (www.rae.es). Pero no solo hace falta eso, sino también una cultura respetable.

En apellidos y nombres no hay regla que valga, solo el conocimiento. Hay que saber que el autor de la comedia Tartufo (1664) se escribe «Molière» y no «Moliere». Que el indígena Felipe Guaman Poma de Ayala escribió Nueva corónica y buen gobierno (1615) y no Nueva crónica y buen gobierno. ¿Quién dirigió Sonrisas y lágrimas? ¿Quién hizo lo propio con La novicia rebelde? Se trata del mismo filme: The Sound of Music (1965), del estadounidense Robert Wise. Sucede que en España y América Latina se llamaron así, respectivamente.

Lo que sí es indignante es llamarle la atención al corrector por aspectos que no son erróneos. Por ejemplo, quejarse por «eliminar» una «s» a la locución latina «statu quo». Algunos creen que es «status quo». Además, lo escriben en cursivas. Antes hay que revisar el diccionario. Otros piensan que «ONG», organización no gubernamental, en plural se escribe «ONGs». Se equivocan: es invariable. Se dice «las ONG» y no «las ONGs».

Tampoco seamos talibanes. Hay que hacer concesiones. La Academia prefiere el horrible «güisqui» o «huaiño» a «whisky» o «huaino». Llamamos al delicioso guiso hecho con trozos pequeños de panza de res o de carnero «cau cau» y no «caucáu».

Muchos diagramadores se quejan de la cantidad de cambios que deben insertar. Claro, no entienden nada. Son pocos los cuidadosos, y más escasos aún quienes tienen buena ortografía. El sabio mexicano Alfonso Reyes (en la imagen), en su texto «Escritores e impresores», del libro La experiencia literaria (1942), cuenta que la aparición de su poemario Huellas (1922) tenía tal cantidad de descuidos que lo puso en cama. El narrador peruano nacido en París Ventura García Calderón aprovechó la ocasión para escribir: «Nuestro amigo Reyes acaba de publicar un libro de erratas acompañadas de algunos versos».

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