sábado, 18 de junio de 2011

Alfieri Díaz: El autor bajo la lupa


San Anselmo Memories

Recuerdo una casa alta, inmensamente alta, infinitamente más alta que ancha. Permanecí por un espacio indefinible encerrado dentro de sus paredes, y si bien era posible escaparse, descolgándose de sus amplios vitrales hacia un descampado en el que yacían arrumados cachivaches y un viejo Ford destartalado, una especie de grillete interior, un cebo aprisionador de voluntades, impedía mis sueños de fuga y también de mis compañeros, privándome de sentir el viento de la calle o el sol abrasando mi cabeza.

Mis diecisiete años los cumplí en cautiverio, con una voz interna reiterándome que no sería justo escaparme de mi propio castigo, recalcando que yo era el único culpable de que todo haya salido mal, todo porque en mi grupo yo era el más chiquillo y necesitaba hacer siempre alguna estupidez para hacerme notar.

Una noche, mientras perdíamos el tiempo fuera de la casa del Pelao Ullauregui, la mente criminal de Heriberto planificó el golpe a la perfección. Hecho el contacto con unos turistas suecos dispuestos a pagar muy bien por la colección de huacos del viejo de la Mosi, había que esperar la hora en que nadie circulase por la primera cuadra de San Martín para trepar por la terraza, entrar al cuarto de la Mosi quien siempre dormía con la ventana entreabierta y la luz encendida por terror a extrañas pesadillas, escabullirnos a la primera planta hasta el estudio y cargar en nuestros morrales con todos los ceramios posibles.

Mas qué malditas ganas las mías de querer llamar la atención cuando teníamos el botín, destapando a la Mosi y regocijarnos con sus piernas bronceadas y sus bragas de tamaño pudoroso cubriendo sus nalgas. La chica, sin abrir los ojos, refugió su rostro con la almohada y gritó auxilio a su papá, ocasionando que Calixto saliera disparado, chillando más fuerte que la propia Mosi. Los demás, con el cuerpo escarapelado, bajamos como pudimos de la terraza, pero no con la premura para evitar que un proyectil pusiera punto final a nuestra incipiente carrera delincuencial al impactarle a Paquito Gaitán, el flaquito amaneradito de nuestro grupo, en la garganta.

Heriberto cargó a Paquito y se metieron en el taxi que Calixto había detenido. Intentamos llegar a la sala de emergencias del Hospital Belén, pero para nuestra consternación ya era tarde. Paquito murió en nuestros brazos. Mi padre, al asistir a su velorio en su casa de Huanchaco, me obligó a sentarme frente a sus padres con la intención de que sus rostros llenos de pena se quedaran indelebles en mi subconsciente. Don Paco, a pesar del dolor, me miró con indulgencia, e incluso, achispado por el anisado, se permitió sonreír con mi viejo, recordando sus días de colegial en el viejo local del San Juan.

Si don Paco estaba dispuesto a perdonarme, mi padre había decidido que no. Como ya no tenía edad para matricularme en el colegio militar, me envió a Lima y me encerró en esa casa llamada colegio internado San Anselmo, en pleno barrio de La Florida, cerca de la cervecería del Rímac.

Los recuerdos que conservo de mi estadía son muy bizarros. Recuerdo techos altos y escalones interminables que no conducían a ninguna parte. Los desniveles del edificio eran tantos que no podría definir cuántos pisos tendría. Nunca vi que tuviera un patio. No recuerdo las aulas ni las lecciones, tampoco a los profesores, pero sí los estudios prolongados para unos exámenes que acaso jamás me tomaron. A la hora de la merienda, nos sentábamos en grupos de cuatro en la mesa de la cocina y éramos atendidos por dos viejas empleadas de mandil impecable, arrugadas hasta el punto de hacer sus facciones irreconocibles, escuchando invariablemente el santo rosario por una emisora de amplitud modulada.

Los rostros de mis compañeros, que no pasarían de trece o catorce, se me hacen borrosos. Recuerdo con nitidez solamente a Topo Gigio con su cerquillo beatleniano, sus dientes de castor y sus ojos encajados en unas gafas similares a las de Anteojito, siempre ideando estrambóticos aparatos como la máquina para capturar los sueños o el teléfono a larga distancia para comunicarse con el cielo. Recuerdo también a Octavio Barbadillo, el líder de la sección, cuya pinta parecía sacada de una fotonovela mexicana, por sus ojos claros, pelo engominado, el bozo incipiente y su sonrisa perfecta, picándose cada vez que le decían que su apellido era de negro, de negro jugador del Sport Boys.

Octavio fue quien nos enseñó a saltar encima de la Secretaria de la Dirección apenas hacía su ingreso en la barraca en que dormíamos. Ella se resistía, siempre se resistía, pero no con la firmeza suficiente para impedir que una y mil manos estrujasen su voluptuosa anatomía, desbaratando su blusa entre toqueteos y levantándole el faldón que le llegaba debajo de las rodillas en pos de su ropa interior. Cómo la recuerdo ahora. Su cabello oxidado y recogido con un moño, sus ojos achinados, sus pezones grandes, prietos y con crines. Todos la cogíamos siempre de la misma forma, siempre en perrito. Mientras todos la manoseaban, ella no tocaba a nadie. Las manos las utilizaba para apoyarse y la boca para lanzar gemidos que sonaban como rebuznos.

No recuerdo vagina más caliente, hedionda y profunda, con los vellos en revolución constante. Cuando pasaban muchos días sin que la Secretaria subiera a visitarnos, todos, como si fuéramos un comando organizado, bajábamos por las escaleras, emitiendo libidinosos aullidos de guerra, pero nunca conseguimos llegar a la Dirección. Don Pedrito, el anciano velador, nos salía al encuentro y nos devolvía escaleras arriba a punta de correazos. Si por desgracia llegaba a impactarte, la carne te ardía como el mismo infierno, dejándote una huella que no se borraba en semanas.

Recuerdo que las mañanas eran frías, húmedas y grises, pero las tardes cálidas, anaranjadas e interminables, tanto que se devoraban a las noches y las devolvía hechas amaneceres. La casa tenía la particularidad de absorberlo todo, de estancar las horas como si se tratase de un agujero negro. Si conservo algunos recuerdos es porque me llegó el momento de volver a ser libre cuando no tenía intenciones de serlo, cuando ya me había olvidado del mundo externo.

En una mañana que iba para tarde, en la que había logrado acorralar a la Secretaria de Dirección de espaldas a mi catre, clavándole mis garras en sus nalgas morenas y desproporcionadas, ovacionado por mis tres o catorce camaradas, irrumpieron ellos de repente, tomando posesión de nuestra barraca. Nadie jamás los habían visto pero todos sabíamos de quienes se trataban, eran nuestros sucesores, los alumnos de la Promoción que venía después de la nuestra. Sin que yo hubiese acabado, un zambo chinchano, quien parecía ser el cabecilla de los recién llegados, tomó de los brazos a la Secretaria y se la pasó a sus compinches, quienes vitoreaban jubilosos por arrebatarnos algo que ahora les pertenecía. Todo sucedió tan rápido y violento que ni el bravucón de Octavio, ni el debilucho Topo Gigio, o cualquier otro quiso buscar camorra. En sus caras había gestos de resignación y tristeza al comprobar que el sabor de lo eterno se puede acabar.

Con la cabeza gacha, formamos una hilera y descendimos uno a uno por la escalera hasta la puerta principal golpeando nuestras retinas con el intenso brillo solar. Todos, por turno, nos dimos un abrazo mecánico y cada camarada fue tomando un rumbo diferente, escapándose de mi vista y de mi vida. Sólo Topo Gigio se detuvo un poco más para obsequiarme su tabla periódico de elementos cuánticos que él mismo había ideado y Octavio quien antes de desaparecer para siempre, afirmó, como si buscara consolarse, que juntos habíamos hecho historia en el San Anselmo, que nada en el colegio sería lo mismo sin nosotros y menos sin la Secretario de Dirección que lo tenía obseso. “Te lo juro, loco, apenas tenga oportunidad me la llevo, sin ella me siento incompleto”.

Han pasado los años y he vuelto a La Florida. He preguntado por el San Anselmo, pero nadie, ningún vecino, ha podido darme referencias de su ubicación. El colegio ha desaparecido como si nunca hubiese existido. Estaría convencido de que nada de lo que viví sucedió, o acaso aconteció en una dimensión paralela, sino fuera porque el otro día, parado en la avenida Alcázar, pensé que Octavio sí había podido cumplir su juramento cuando vi el rostro de la Secretaria de Dirección pegado a la ventana de un microbús, incólume al paso de los calendarios, como si jamás hubiese envejecido. No sé qué impulso, que calentura interna, me hizo correr, aguijoneado por la posibilidad de que la podía alcanzar en el próximo paradero, pero al final el vehículo agarró vía libre y aumentó la velocidad, sin apiadarse de mi esfuerzo por alcanzarlo y subirme en el tiempo perdido que cuando se escapa, no se vuelve a recobrar.

Ariela

No les hablo en sentido figurado cuando les digo que Ariela es un ángel caído del cielo. Un espíritu libertino condenado a vivir una eternidad entre nosotros por hacerle frente a las normas machistas del más allá.

Si no me dejo entender, ustedes primero deben saber que entre el cielo y la tierra se erige un insólito paraje cuyas brumas imposibilitan la visión de quienes todo lo pueden ver. Se trata de una tupida nebulosa compuesta por la masa residual con la que los dioses primigenios formaron el Universo. Por proscripción divina, solamente los ángeles viriles tienen derecho a perderse en esas penumbras eternas que invitan a portarse mal al ser un oasis, un agujero negro, de deseos desenfrenados. Si carecieran de estos desfogues pecaminosos, cuán agobiante resultaría una perpetuidad de pureza y solemnidad. Ese lugar es el único punto neutral en el que ángeles y demonios pueden convergir, donde sin ningún afán de competencia, pueden departir e intercambiar experiencias. Muchos demonios retornan al averno con un corazón más bondadoso y misericordioso, mientras que los serafines llegan al reino de los cielos con aviesas travesuras que rompen la paz y la monotonía.

Desde el principio de los tiempos ha quedado establecido, por deseo explícito de los dioses, que la figura femenina esté subordinada a la masculina; por ende, los espíritus femeninos están prohibidos de aventurarse hacia esa nebulosa. El ánimo sumiso de la mayoría hace que agachen la cabeza ante estas prerrogativas. Solamente Ariela, quien siempre fue contestataria y nunca se sintió cómoda con la postura de figura menor, casi decorativa en el coro, se ha atrevido a cuestionar estos principios, lo que le ha costado reprimendas por ser un dolor de cabeza para sus superiores. Hastiada de pasearse en columpios dorados y de remojar sus alas en mares de cristal, una mañana Ariela se dejó tentar por la curiosidad y descendió a la nebulosa, haciendo caso omiso de la divina proscripción. Impedida de ver, mas no de sentir, en medio de tan extraños efluvios, su materia descubrió infinidad de emociones que no imaginó disfrutar. Sus pensamientos se relajaron, sus sentidos se aguzaron, sus temores se dispersaron. Por primera y única vez en una existencia sin principio ni final, ella se había deleitado con la libertad plena y absoluta. Un sabor, una experiencia enriquecedora, que vivirá consigo por siempre jamás.

De regreso a la luz, el coro celestial en pleno quedó conmocionado al no poder ocultar su avanzado estado de gestación. Los arcángeles se preguntaron cómo pudo cometer pecado semejante si los seres seráficos están incapacitados de sentir lujuria; esa es una debilidad de los mortales, un don otorgado por los dioses para que los hombres procreen más hombres a quienes someter y juzgar. Los ángeles desfogan su amor de manera diferente. El éxtasis es alcanzado a través de la contemplación y elevando cánticos y plegarias a la grandeza de los amos del universo.

Confrontada por los jueces, Ariela no tuvo argumentos convincentes. Dijo no saber cómo o cuando sucedió. Su cuerpo fue palpado, recorrido de mil formas distintas, ¿cómo era posible distinguir cuál de ellas depositó una semilla en su interior? Los jueces fueron severos. El fruto de su vientre fue maldecido y trastocado en un ave de rapiña, negro como la culpa de su madre. A Ariela la despojaron de sus alas, la castraron y fue expulsada del reino de los cielos por andar de resbalosa con el Diablo.

Condenada a una vida terrenal alegre y licenciosa, Ariela ha vagado y ofrecido sus encantos en varios lupanares del orbe. Yo la conocí en mis años mozos en El Tamarindo, camino a Monsefú, luego en el burdel que está entre Piura y Sullana. Hoy, que ya estoy achacoso, la he vuelto a encontrar en el Bahía Rosa de Huanchaco y la desgraciada sigue igualita de golosa. Si la buscan la podrán distinguir entre todas las chuchumecas por las cicatrices de su espalda y porque es la única que eleva plegarias al momento de fornicar.


Mataperros

Si me inicié en el tráfico de orates fue porque el de los perros no otorgaba los réditos de antes. Capturar perros destilaba adrenalina. Había que acercarse al animal, doblegar su desconfianza, acariciarle la cabeza y ofrecerle un pedazo de carne antes de alzarlo como si se tratase un saco de papas y subirlo a la tolva de la pickup.

Quién me inició en el negocio fue Chamorrín. Llevaba dos años de egresado de la universidad en ese entonces y no tenía cómo recursearme. Fuera de techo y comida, mis padres me cortaron toda subvención y la calle estaba dura. Eran los últimos meses del Fujimorato, las empresas cerraban y la gente, como loca, quería fugarse como ratas del país. Desprovisto de futuro y denegada las visas para largarme también a cualquier parte, fue providencial que Chamorrín se cruzara en mi camino.

Aupado en su pickup, una vieja Datsun con la que repartía leche cuando sus padres tenían establo, recorríamos la ciudad con los ojos bien alertas a la caza de perros callejeros. El negocio era estacionario, pero dejaba buenos dividendos. Se iniciaba en agosto, se prolongaba a septiembre y octubre y la ganancia que dejaba me duraba hasta las fiestas de fin de año.

El primer cliente que le vendimos perros era un mexicano obeso, chihuahueño de ojos verdosos quien nos atendía con un tequila de dudosa calidad. “Veinte soles por perro”, tasaba Chamorrín, estudiante de Farmacia, canchero en estos menesteres. “Pos no, güey, estos pinches perros son puro hueso y pellejo, y sarnosos encima”. “Así son, pe’ los peruanos y sus perros, deformes de tanto haberse cruzado”, alegaba el vendedor. De tanto tira y afloja, se quedaba en quince soles por can, más un puñado de entradas de cortesía.

Finalizada en Lima la temporada de Fiestas Patrias, arribaban a Trujillo unos seis circos en promedio. Todos con tigres, leones y otras fieras carnívoras por alimentar. Los administradores de los circos mexicanos, colombianos o norteamericanos, no tenían escrúpulos en adquirir la carne que mejor se ajustase a sus bolsillos. Carne de perro callejero, sin nombre y sin dueño. En agosto-septiembre-octubre de cada año, podíamos dar caza hasta noventa perros recorriendo las urbanizaciones y pueblos jóvenes. Prácticamente limpiábamos la ciudad de quiltros y se hacía necesaria una veda para que las calles se volvieran a poblar.

Hubo un año que no encontramos perros por ninguna parte. Por más que buscamos e inspeccionamos por los asentamientos humanos, que es por donde proliferan, no nos dimos abasto para cubrir la demanda por lo que a Chamorrín se le ocurrió la más socorrida solución: echarle el guante a los perros de buena crianza.

Ese invierno, levantamos en la camioneta a pastores, dálmatas, afganos, rottweillers, huskies siberianos. Quienes nos dieron más problemas fueron los perros de origen asiático: los shih tzu y pekineses, que rematábamos por cinco soles, shar pei y chow chow. Yo no le di crédito a mi compañero cuando me advirtió que los perros orientales son neurasténicos. Un chow chow que cogimos en el parque grande de California, me clavó los colmillos y casi me destroza la mano. Conservo en la palma, las hondas cicatrices que me recuerdan las catorce ampollas antirrábicas que me inflamaron las nalgas. “Consuélate con pensar que antes eran veintiuna y en el ombligo”, me decía mi padre cada vez que me quejaba, recordando que en sus años mozos pasó por el mismo trance a raíz que una perra chusca lo mordió arteramente por la espalda.

Apenas recuperado, volvimos a las andadas, pero no había perros y los clientes se quejaban. Tuve entonces que hacerme tripas del corazón y sacrificar al Kill y al Breno, los dobermann que teníamos en casa hace más de siete años y que pusieron de duelo a mis padres y hermanos.

Una lástima, pero chamba es chamba.

Ante esta eventualidad, Chamorrín tuvo la peregrina idea de criar perros en su casa. “No vaya a ser que el próximo año nos vuelva a coger con los calzoncillos abajo”. Echamos pluma. Criar una centena de cachorros, alimentándolos con papa y las sobras de pollos a la brasa compradas al peso en tantas pollerías que hay en Trujillo, no nos salía a cuenta. Testarudo Chamorrín, crió con su bolsillo a cinco cachorritos callejeros en su casa de San Andrés quinta etapa, pero al percatarse que el asunto no iba a ser tan rentable como pensaba, no tuvo más remedio que soltarlos y rogar porque dentro de unos meses volvieran a caer en sus manos para recuperar algo de lo invertido.

Año a año, la situación del país se estabilizaba. Según los analistas, el nivel macroeconómico de Trujillo y la región La Libertad había crecido en un quince por cierto. Por paradojas de la vida, ante la bonanza nuestro negocio parecía condenado al fracaso. Todo por culpa de lo cambiante que son los gustos del público trujillano, cada vez menos afecto a los espectáculos circenses. De la decena de circos que podía visitarnos en una temporada, el número descendió dramáticamente a cinco, luego a cuatro y, finalmente, el último año que nos dedicamos al comercio perruno, vino solamente uno, el de los empresarios mexicanos que nunca faltaba.

“Es que esos cabrones no han sabido renovar su espectáculo”, se lamentaba Chamorrín. Su gancho comercial no pasaba de reciclar a los miembros achacosos de la vecindad del Chavo. A esas alturas, el Señor Barriga, la Chilindrina, el Profesor Jirafales ya se habían retirado de la escena. “Al único que vi en vivo fue a Don Ramón”, rememoraba Chamorrín. Fue a mediados de los ochenta cuando era mocoso. Ramón Valdez vino para actuar en un circo y para promocionar los turrones San José, imitando el pegajoso “¡suavecísimo!” que decía el difunto Alex Valle. Ahora el plato fuerte del circo que había colocado su carpa en la explanada de un centro comercial, era la presentación de una caterva de actores frustrados que habían estelarizado una telenovela de Televisa para adolescentes hacia una punta de años.

Al llegar con la pickup cargada con cuatro perros para que el cliente los vaya tasando, nos dimos con la sorpresa de que el gordito chihuahueño de ojos verdosos ya no estaba al frente de la administración del circo. Nos enfrentamos en su lugar, con una mujer robusta, de apellido italiano quien nos atendió de mala manera. “¿Alimentar a mis animales con carne de perro?, ¡qué crimen espantoso!”, exclamó. Amenazándonos con llamar a la policía y también al hombre forzudo para que nos endilgara una soberana paliza, agregó que ella era vegetariana y desde que asumió las riendas del circo, había sometido a todos los animales a un régimen de esos alimentos envasados, ricos en proteínas y carbohidratos. “Señora, usted está yendo contra la naturaleza, las fieras son carnívoras, ¡necesitan de carne para estar realmente vivos!” Pero no había manera de llevar la transacción a buen puerto. Esa temporada el negocio estaba muerto y no nos sacaría de nuestro estatus miserable. “Ofrezcamos los perros a un camal o a una fábrica clandestina de embutidos”, intenté persuadir a mi compañero, lejos de aceptar nuestra realidad y sin el aplomo de Chamorrín para tomar el asunto con resignación.

“Es tiempo de cambiar de rubro”, me reanimó con un par de cervezas, como si se tratase de un empresario que no se amilana. Asegurándose de que nadie en el Foster, el bar para estudiantes y bohemios frente al colegio San Juan, escuchara su nuevo proyecto, el tráfico de locos callejeros.

“¿Quién podría estar interesado en ellos?”, inquirí dubitativo y él, con toda seguridad, me explicó que a los potenciales clientes no les interesaba vivos, sino más bien muertos. Incrédulo seguí bebiendo y prestando atención a los pormenores de la nueva empresa, de los interesados que podían pagar hasta quinientos dólares por cada cadáver.

El negocio era sencillo. Gracias a la proliferación de universidades en Trujillo y con ellas de facultades de medicina, se había generado una gran demanda de cuerpos para practicar y diseccionar. Los muertos que nadie reclamaba de la morgue, eran propiedad exclusiva de los estudiantes de la Universidad Nacional, por lo que los alumnos de las universidades privadas estaban en apuros. “Ahí es que nosotros entramos a tallar con nuestra labor que tiene un fin benefactor para la sociedad”, aseguró. “¿Te imaginas a esos futuros cirujanos ante la necesidad de usar el bisturí con un paciente sin antes haber practicado? ¿Podrías confiar en ellos? ¿Pondrías tu salud y la de tu familia en sus manos?” Los argumentos de Chamorrín sonaban razonables y para terminar de convencerme, improvisó un rollo teológico sobre lo que era la locura, era como las personas en estado vegetal, sólo administrándoles un tratamiento eutanásico podías liberar sus almas de una prisión de carne y hueso.

Cuando levantamos al primer loco de la calle, yo todavía no estaba muy convencido. Lo llevamos a la casa de Chamorrín, le servimos su última cena. Antes de que pudiera espabilarse, con una inyección le inoculamos una mezcla de tiopental sódico, bromuro de pancuronio y cloruro de potasio. Los locos podían patalear un rato, pero minutos más, minutos menos, ahí se quedaban, tendidos en el piso, botando espuma por la boca. Refregados con Ace y Pulitón para sacarles la mugre, los teníamos listos y desnudos para que se los lleven los clientes, quienes como gallinazos, daban vueltas a la manzana en sus automóviles, esperando nuestra llamada al celular.

El negocio por tres largos años nos fue bastante prolífico y nos arrojó buenos dividendos. Mi vida cambió radicalmente. Saqué una tarjeta dorada, compré un Toyota Yaris, dejé la casa de mis padres y me instalé en mi propio departamento que adquirí a crédito. Tuve buena ropa, viajes, mujeres, todo un estilo de vida que nunca creí disfrutar. Cuando barrimos con todos los locos, tuvimos que recorrer a los indigentes y vagabundos. Luego buscamos a otros insanos y menesterosos en Chiclayo, Chimbote, Lima y otras ciudades, aportando nuestro granito de arena en la disminución de los índices de pobreza del país.

Con la carestía de insumos, los precios se dispararon y había clientes que podían pagar hasta cinco mil dólares por cadáver. Un reconocido médico, propietario de una clínica privada, me contactó y ofreció pagarme hasta ocho mil dólares si le conseguía un cuerpo para las prácticas de su menor hijo. Endeudado como me encontraba, no dudé en hacer posible este último encargo, sin tomar las precauciones del caso ya que llegó la policía y me atrapó en flagrante delito.

El juicio fue todo un escándalo de opinión pública y me condenaron a cadena perpetua. Mi abogado sin embargo, que conoce bien su oficio me asegura que por buen comportamiento quizá me puedan soltar en veinte años. Ahora, me dedico a la elaboración de cadenitas y pulseras con las chaquiras que una de mis hermanas me consigue de Chulucanas. Mi otra hermana, la que vive en Alemania, se encarga de comerciarlas y el negocio está generando buenos dividendos. Manos no me faltan para dedicarme a tiempo completo.

A veces pienso que debo agradecer a los vecinos por estar atentos a los alaridos de Chamorrín, rogándome que no cumpliera con ese último pedido.



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